Aitor nos envía este texto para compartir. Merece la pena leerlo despacio y...después pensar.
PIDO PERDÓN
Me desprecio a mí misma.
El otro día sostuve a una enferma de alzhéimer entre los brazos mientras la bañaban. Su escueto cuerpo casi se me resbalaba en la bañera y vi a su esposo llorar por el temor a perderla. La restregamos, frotamos y secamos. La vestimos y la acostamos. ¿Y saben qué pensé? Pensé que su muerte sería un alivio, que me parecían un desatino la mente completamente perdida y el cuerpo desmadejado de mi amiga, un contradiós.
Al día siguiente, en un golpe de lucidez, repasé estos pensamientos de la víspera. Y decidí pararme un momento a examinar por qué una cristiana practicante, bendecida por la vida y las circunstancias económicas, familiares y sociales, podía desearle la muerte a otra persona.
Recordé mis manos lavando a la mujer y su cuerpo estremeciéndose de gusto por el agua caliente y las caricias de la esponja. Recordé su alegría por los colores del camisón y un resto de mirada tierna hacía su marido. Ella no sufría, era feliz en su simpleza. Lo recordé también a él, contento con la escena, satisfecho por conservarla a su lado, por ayudarla día a día, por mi amistad. Y caí en la cuenta de que en aquella escena sólo yo puse muerte. Y no lo hice por el bien de la enferma, que disfrutaba; no lo hice por su familia, que la quiere, lo hice simple y llanamente por cobardía. Porque sufrí viéndola y no quería seguir sufriendo. Porque no tenía una respuesta ante el misterio que tenía delante. Entonces me avergoncé de mí misma y lo que es más importante, caí en la cuenta de que el día anterior mi desconcierto me impidió apreciar que la enferma disfrutaba con nosotros y con el baño, y su familia también.
Así es, amigos. La mentalidad dominante está al acecho para colarse en nuestra mente a la menor oportunidad. Para sembrarnos de duda y de miedo la cabeza e impedirnos ver la belleza, el bien, la positividad. Pido perdón por haber vacilado, por haber censurado la hermosura. Por haber creído en el mal.
Y concluyo: si yo, que apenas veo la tele; que leo a los clásicos porque mi padre me enseñó; que soy católica porque la Iglesia me ha abrazado; que lo tengo todo, albergo alguna vez pensamientos de muerte, ¿cómo no los va a albergar el resto de mis contemporáneos, sometido a un constante bombardeo de mentiras? ¿Cómo no los van a albergar ciertos enfermos desalentados, tantas personas ideologizadas sin siquiera saberlo, tantas víctimas de la mentira?
Si estoy contenta hoy es por haber pedido perdón y por haber caído en la cuenta de la verdad. Por haber reconocido la belleza de la vida de mi amiga y su marido, y haber redescubierto que vale más que la mía porque dan testimonio de una belleza que no se somete a los estándares de calidad. Queda mucha hermosura por mostrar en un mundo tan débil y tan lleno de tristeza como estamos creando.
Me desprecio a mí misma.
El otro día sostuve a una enferma de alzhéimer entre los brazos mientras la bañaban. Su escueto cuerpo casi se me resbalaba en la bañera y vi a su esposo llorar por el temor a perderla. La restregamos, frotamos y secamos. La vestimos y la acostamos. ¿Y saben qué pensé? Pensé que su muerte sería un alivio, que me parecían un desatino la mente completamente perdida y el cuerpo desmadejado de mi amiga, un contradiós.
Al día siguiente, en un golpe de lucidez, repasé estos pensamientos de la víspera. Y decidí pararme un momento a examinar por qué una cristiana practicante, bendecida por la vida y las circunstancias económicas, familiares y sociales, podía desearle la muerte a otra persona.
Recordé mis manos lavando a la mujer y su cuerpo estremeciéndose de gusto por el agua caliente y las caricias de la esponja. Recordé su alegría por los colores del camisón y un resto de mirada tierna hacía su marido. Ella no sufría, era feliz en su simpleza. Lo recordé también a él, contento con la escena, satisfecho por conservarla a su lado, por ayudarla día a día, por mi amistad. Y caí en la cuenta de que en aquella escena sólo yo puse muerte. Y no lo hice por el bien de la enferma, que disfrutaba; no lo hice por su familia, que la quiere, lo hice simple y llanamente por cobardía. Porque sufrí viéndola y no quería seguir sufriendo. Porque no tenía una respuesta ante el misterio que tenía delante. Entonces me avergoncé de mí misma y lo que es más importante, caí en la cuenta de que el día anterior mi desconcierto me impidió apreciar que la enferma disfrutaba con nosotros y con el baño, y su familia también.
Así es, amigos. La mentalidad dominante está al acecho para colarse en nuestra mente a la menor oportunidad. Para sembrarnos de duda y de miedo la cabeza e impedirnos ver la belleza, el bien, la positividad. Pido perdón por haber vacilado, por haber censurado la hermosura. Por haber creído en el mal.
Y concluyo: si yo, que apenas veo la tele; que leo a los clásicos porque mi padre me enseñó; que soy católica porque la Iglesia me ha abrazado; que lo tengo todo, albergo alguna vez pensamientos de muerte, ¿cómo no los va a albergar el resto de mis contemporáneos, sometido a un constante bombardeo de mentiras? ¿Cómo no los van a albergar ciertos enfermos desalentados, tantas personas ideologizadas sin siquiera saberlo, tantas víctimas de la mentira?
Si estoy contenta hoy es por haber pedido perdón y por haber caído en la cuenta de la verdad. Por haber reconocido la belleza de la vida de mi amiga y su marido, y haber redescubierto que vale más que la mía porque dan testimonio de una belleza que no se somete a los estándares de calidad. Queda mucha hermosura por mostrar en un mundo tan débil y tan lleno de tristeza como estamos creando.
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